viernes, 26 de abril de 2013

Delarra, pintor de sensibilidades y martirios

   En el aniversario 75 de su nacimiento

José Delarra (2002)

                                  “Donde hay más sensibilidad, allí es más fuerte el martirio"
                                                                      Leonardo Da Vinci
Por Jorge Rivas Rodríguez

El genial maestro Jose Delarra (José Ramón De Lázaro Bencomo, San Antonio de los Baños, 26 de abril de 1938 - La Habana, 26 de agosto de 2003) se consideraba un escultor que pintaba; “dibujar no, porque es la columna vertebral de las artes plásticas”(1), afirmaba. Para él todo artífice que se dedicara al arte de la escultura, debía —“y tenía que ser”—, un buen dibujante.
Lo cierto es que, en el legado plástico de Delarra; aunque la escultura trascendió con mayor fuerza, amén de que a ella dedicó también mayor tiempo de creación; no puede obviarse su profusa pictografía —dibujos, pinturas y grabados—, producción que, en general, percibimos como un fértil expresionismo figurativo-abstracto, en el que existe abierta y viva manifestación del color, el cual deviene, en muchos casos, apoyatura eficaz  en sus recurrentes evoluciones  artísticas en las que los discursos surgen mediante el empleo de disímiles técnicas de pintura de acción (action painting) (2) en donde se conjugan la rapidez, el azar y la necesidad de expresar o concluir una idea, favorecida por el propio ejercicio de crear.
Si en algo puede establecerse un paralelo entre sus esculturas y sus pinturas es, precisamente, en el trabajo con las luces y los movimientos, cuyas intensidades, en el caso de la pintura y del dibujo, surgen mediante  caprichosas veladuras y transparencias o a través de la cuidadosa gradación de tonos que establecen un pulso entre el automatismo y el control, entre la definición y la búsqueda de expresividades; en tanto las modulaciones de los volúmenes, en las esculturas,  permiten diversidad de tonalidades, matices y expresividades líricas a través de la apoyatura de la luz, tanto natural como artificial.
Desde que por vez primera visité el pequeño estudio del maestro en su nuevo apartamento de Playa (3), hacia finales del año 2002 y luego en los primeros meses del 2003, donde permanecí durante varias horas admirando su modo de pintar, pude percatarme de que sus trabajos no estaban fuertemente influenciados por corriente alguna, al menos de manera consciente. Delarra no pintaba “al estilo de”, como tampoco establecía comprometedores contratos o servicios con galeristas o coleccionistas cuyos intereses estaban más signados por el comercio que por el arte puro. Quizás, en ese aferrado entusiasmo por hacer prevalecer sus inquietudes estéticas, de forma libre y desprejuiciada, igualmente está otra parte del precio moral que tuvo que pagar en vida, al ser prácticamente ignorada su producción plástica entre el sistema de galerías institucionales y promotoras del arte contemporáneo en  la Isla.
A pesar de haber estudiado —y practicado— escultura y pintura, Delarra  se consideraba más escultor que pintor. Por supuesto, la escultura —como a cualquier artífice—  le exigía  mucho más tiempo de ejecución: “en el mismo lapso en que hago una sola escultura puedo pintar varios cuadros” (4), tal apuntó.
Su desempeño en  la realización de piezas tridimensionales  abarcó todos los géneros, desde las obras de pequeño formato fundamentalmente concebidas para interiores, hasta las realizadas para exteriores, en su mayoría de carácter histórico-conmemorativo o ambiental.

En su apartamento del reparto Kholy

En su natural contrapunteo entre la pintura y la escultura, sostenía que “el escultor es un ser de mucha voluntad y de permanencia. Por otro lado, cuando pintas un cuadro le entregas al público dos cosas: formas y color; pero la escultura generalmente es monocroma y creo que por eso para ser escultor se necesita una sensibilidad más refinada” (5).
Vale destacar que, a pesar de sus excepcionales aptitudes para el dibujo; en sus trabajos escultóricos —que bien pudieron devenir complejos y ejemplarizantes  ejercicios académicos—,  este creador rehuyó siempre la utilización de técnicas absolutamente  realistas, para lo cual concebía su arte mediante una suerte de fusión expresionista entre aquellas  y los volúmenes  figurativo-abstraccionistas,  para finalmente concebir un discurso que, para algunos “críticos” y “especialistas” , estaba en discordancia —sobre todo en las suntuosas esculturas para exteriores— con los movimientos vanguardistas del arte contemporáneo, en los que se imponía la sencillez  y el ahorro de recursos para exponer una idea.
Lo cierto es que tales argumentos, en mi criterio, tenían como fin esencial minimizar la obra del gran artista que, como ningún otro, hizo de su labor monumentaria un solemne canto a la Revolución Cubana, crónica de las luchas emancipadoras y de las conquistas del pueblo al que particularmente dedicó su labor  escultórica;
una pasión insostenible que le asediaba  desde su época de estudiante.
Delarra nunca negó su incondicional filiación y apoyo a la Revolución. De hecho, muchos de sus detractores argumentan que su producción escultórica está fuertemente influenciada por el Realismo Socialista.
Tal vez, algunos de los complejos monumentarios de Delarra, sobre todo aquellos que concibió en las Plazas de la Revolución de varias provincias cubanas, poseen características sobredimensionadas en sus diseños, en los cuales algunos supercríticos resaltaron los pálidos guiños al Realismo Socialista que en ellos encontraron, fundamentalmente  en el interés del maestro por revelar crónicas relacionadas con las luchas emancipadoras e independistas en las que el pueblo cubano desempeñó un papel protagónico.
Vale apuntar que los creadores de la Isla nunca han vivido ni experimentado las nefastas consecuencias del Realismo Socialista,  el cual no ha sido implantado ni siquiera en los tiempos de atrevida provocación por parte de determinados grupos de artífices que  cultivaban un arte conceptualmente disidente y revisionista que no tuvo mayor trascendencia gracias a la propia evolución de la plástica cubana, a su paulatina inserción en las corrientes vanguardistas de la contemporaneidad y a una acertada política en la interpretación de los discursos plásticos, en los que la institucionalidad incentivó el ejercicio de la crítica dentro de las más elementales normas del respeto y la tolerancia.
Por otra parte, al hablar de la obra monumentaria de Delarra hay que tener en cuenta que no solamente respondía a sus idearios artísticos, sino también a conceptos, solicitudes, intereses, necesidades y aspiraciones de los organismos e instituciones “auspiciadores” de tales trabajos y a las  singularidades de los lugares donde se emplazarían, tales como  la cultura e idiosincrasia local y la significación histórico-social de la suntuosa alegoría plástica, aspectos que el maestro estudiaba cuidadosamente antes de acometer sus ideas.

Dibujos en torno al proceso creativo del monumento a la historia de México. Cancún, 1981.

Similares investigaciones igualmente realizaba cuando la pieza a emplazar tenía un sentido eminentemente ambiental, es decir aquellas cuyo fin esencial era el de enriquecer la espiritualidad y la cultura del hombre que conformaba el entorno donde se ubicaría.
En sus suntuosas proyecciones tridimensionales, ponía énfasis, además, en que los monumentos debían de estar en el camino de las personas; “las ciudades no son solamente lugares donde hay casas, sino donde hay parques y fuentes, donde hay avenidas y precisamente el monumento —ya sea épico o ambiental— es ese descanso necesario en la vista del transeúnte que produce un placer estético. Esa afirmación se refiere a que la escultura sobre la pintura, tiene esa ventaja porque para ver pintura hay que entrar a una galería o a un museo o a algún lugar cerrado aunque hay algunos murales en exteriores, pero son pocos, como por ejemplo el de Amelia Peláez en el Hotel Habana Libre. La escultura tiene esa posibilidad de interrumpir o hacer el descanso obligado del caminante…” (6),  afirmaba.

Monumento a la historia de México, Cancún, 1981.

Y precisamente, otra de las características comunes a todos sus proyectos escultóricos para exteriores, es la de ofrecer al espectador la oportunidad de transitar dentro de él, de disfrutar disímiles ángulos, de apreciar las posibilidades expresivas que ofrece la luz solar, o las luminarias si es de noche, en cada una de las partes o segmentos que conforman sus monumentos, tanto los alegóricos a acontecimientos histórico-sociales como los única y especialmente imaginados para embellecer el entorno, aunque en ambos la idea de aportar belleza al espacio era una preocupación perenne para este artífice que emplazó 125 obras monumentales (20 de ellas diseminadas  en México, Japón, Angola, España, Ecuador  y Uruguay).
Las  realizaciones épico-esculturales de Delarra son  obras absolutamente identificadas con la Revolución Cubana y su historia —tal así las concibió—, pero  nunca podrían inscribirse como representativas del Realismo Socialista, y no solo por el mensaje que en ellas se trasmite, casi siempre con profundos matices histórico-culturales, sino, ante todo, por la concepción de ideas en las que confluyen diversos estilos y tendencias del arte contemporáneo; independientemente de que al hacerse cualquier valoración artística de su producción escultórica no pueden obviarse las decenas de obras de pequeños y medianos formatos, en las que hay un vuelo totalmente diferente en la imaginación del artista, quien las acomete libremente, desprovisto de indicaciones y referentes alusivos a determinados acontecimientos de índole patriótica o de conmemoración local o nacional.
Mientras le hacía una cabeza a Oswaldo Guayasamín en su estudio de La Habana Vieja. Esta obra se encuentra actualmente en la Capilla del Hombre

En sus torsos y cabezas, entre los que recuerdo los de Osvaldo Guayasamín, Olga Navarro y Zaida del Río, da riendas sueltas a su fantasía artística. Magistral oficio de artesano del moldeado, de las dimensiones y los volúmenes, del que emana un excelente arte, en el que se evidencia un estilo únicamente influenciado por su propia altura profesional. Líricas caracterizaciones en las que sobresalen el ritmo, el movimiento y la cálida radiación del Caribe insular en la recreación plástica de los rostros, en un trabajo de modelado  que igualmente trasmite elementales  emociones y sentimientos de la sicología individual de los personajes reales que los inspiraron.
Ya he apuntado que Delarra, tanto en sus esculturas como en el resto de sus iconografías evadía la línea clásica como solución definitiva,  para así corroborar que también podía hacer trascender su quehacer plástico mediante la concordancia de aquella con la figuración, la abstracción y el surrealismo, en tanto demostrar que el arte, como fantasía del hombre, no es más que el alma misma de la realidad,  de la armonía o desavenencia del hombre con su época, con su entorno, con el mundo que le rodea.
Como pocos maestros, supo hacer vibrar la materia,  iluminándola de contenidos y de significados estéticos, para legar al arte iberoamericano y universal una obra que  no solo impacta por su grandeza expresiva, por sus descomunales proporciones —la más de las veces reclamadas por sus destinatarios, ya he dicho— , y también  —y es lo que falta por reconocer entre especialistas, críticos y eruditos—  por la solidez conceptual de sus proyectos escultóricos, en los que los términos impuestos por la arcilla, el concreto, el yeso, el bronce…  seden para dar paso a una obra de indiscutible dimensión social y humana.
Durante el complejo proceso de realización de cada una de sus esculturas —tanto las de medianos y pequeños formatos, como las monumentales— Delarra partió siempre de estudios previos.  Bocetos, modelajes, estudios parciales, modelados en arcilla… y finalmente la técnica del vaciado en yeso o su fundición en bronce.  En tal empeño,  a lo largo de toda su carrera artística elaboró un gran número de dibujos del cuerpo humano, rostros de personajes, estudios de anatomía, estudios de multitudes y de caballos, simbólica bestia que  es recurrente en sus proyectos conmemorativos  a gran escala. En esos bosquejos o diseños, aún en aquellos más esenciales, puede corroborarse la habilidad técnica del maestro, su conocimiento de la anatomía y arquitectura del cuerpo humano. De tal manera, no pudo sustraerse de que tanto en su obra pictográfica como escultórica, existieran evidentes influencias de los principios formales de la Academia, aún en algunas pinturas o dibujos en los que había mayor propensión hacia el discurso figurativo-abstracto. En honor a la verdad, el insigne creador no reparó nunca en la influencia que pudieran, o no, tener en su ideario estético las nuevas corrientes artísticas que se han desarrollado desde mediados del pasado siglo hasta los inicios del presente.


Sus esculturas se caracterizan, en general,  por la proporción entre las líneas y los volúmenes, entre la forma y la materia, para así concluir un arte de emociones, surgido desde lo más profundo de la conciencia para, ante todo, sentir complacencia y después confirmar  que esa misma  satisfacción se evidenciara entre los espectadores, es decir, entre el multitudinario juicio “de la calle”.
Sobre tales cimientos está concebido el monumento al Ché en Santa Clara, también conocido como La ciudad del Che, el cual, hasta hoy, continúa siendo el complejo monumental más grande erigido en Cuba después del triunfo revolucionario, y también el más visitado, tanto por turistas foráneos como por los cubanos.
No es justo, entonces, que determinadas apreciaciones absolutistas y tendenciosas, extiendan un manto que eclipse para siempre los irrefutables valores artísticos del quehacer escultórico de Delarra, en una suerte de “pase de cuenta” (¿?) en el que también se incluyen sus numerosas piezas —cerca de 360—  de pequeño o mediano formatos, en las que amén de la experiencia estética, sobresale un arte pleno de matices, de armonía expresiva, de contundente fuerza espiritual, de permanente movimiento. Excelsa producción que, en mi criterio, no tiene aún semejanza en la Isla, a pesar de que otros creadores que han incursionado en la escultura ambiental, la estatuaria  y la monumentaria durante los últimos años, han gozado de la extraordinaria promoción y reconocimiento institucional que, en su debido tiempo, no tuvo la obra escultórica del maestro.
En modo alguno quisiera hacer comparaciones —el artista se opuso siempre a ellas—,  ni incentivar reclamos de gratitud pasados de fechas —su extraordinaria modestia y sencillez humana me lo impedirían—. El grandioso y prolífico  escultor, y no solo el Escultor de la Revolución,  partió de este mundo sin disfrutar de tan merecidas  congratulaciones; aunque, para él, su mayor satisfacción fue siempre el cariño y la estimación de su arte por parte de su pueblo. Y, tal dicha, sí alcanzó a hacerlo feliz.
En ninguna de las demás expresiones artísticas, ni en el teatro, ni en la música, ni en el cine, ni en la literatura, ni en la danza, se han condenado o minimizado, como en la pintura y la escultura, las creaciones que no se acomodan a los criterios de vanguardismo que proclaman unos cuantos “entendidos” que conducen los dogmas de la contemporaneidad. Tales “jueces” ignoran que el arte debe ser, ante todo, producto de un razonamiento inteligente mezclado con la emoción personal que cada artista de talento posee en su interior, que es única e inconfundible; independientemente de los “ismos”, tendencias, y corrientes que puedan alzarse como banderas en determinados momentos de la convulsa y variopinta contemporaneidad.
Ante tales adversidades —sobre las cuales nunca reclamó nada— Delarra se inmiscuía en su arte, en una casi enfermiza manera de crear de forma ininterrumpida. Porque para él, “el trabajo constante es lo que perfecciona. Lo mismo que un atleta perfecciona sus músculos a través del ejercicio o una bailarina de ballet mejora su técnica y su línea, la escultura y la pintura se ejercitan haciéndola;  incluso, el músculo de la mano se afina con el ejercicio” (7).
La pintura, para este artista, es una fuente de creación dentro de un proceso de diversas actividades expresivas que igualmente se extendían hacia el grabado y la cerámica. En sus enjundiosas composiciones con gallos, mujeres o caballos, ofrecía al espectador formas simples, jugando con un discurso ameno pero con una pureza y un vigor excepcionales, en los que sus recurrentes personajes eran introducidos en sus místicas narraciones  como símbolos de nuestras cultura, historia e idiosincrasia.
De tal modo, el caballo simboliza al hombre criollo que lucha por su independencia, suerte de metáfora en la que igualmente expresa los más puros sentimientos de los legendarios mambises; mientras que el gallo acentuaba el sentido de propiedad, de dignidad y de total valentía en la defensa de su territorio. La mujer, para él, era  “la espuela. Toda explicación, sobra” (8).
Infinidad de artífices, desde el surgimiento del arte, han subordinado la realidad a las emociones y a los sentimientos. A finales del siglo XIX y principios del XX esta intención se formalizó en una doctrina contraria a las entonces existentes: el expresionismo. Y rememoro tal suceso con el propósito de referirme también a ese deslumbrante e impactante estilo creativo  de Delarra, un artífice que, ante todo, dedicó buena parte de su obra al estudio de la espiritualidad del arte, a la interrelación que existe entre el hombre como ser social y la creación plástica como un fenómeno que se nutre de la misma existencia humana y del mundo. Estos basamentos, aún por explorar dentro del conjunto de toda su obra, parten de criterios y conclusiones profundamente individuales, circunstancia que, en mi criterio, lo condujo, en última instancia, a buscar un propio camino como artista.

Una de sus últimas pinturas. Foto: Pepe Robleda


¿Acaso puede negarse que en sus pinturas, dibujos, grabados y cerámicas, amén de sus esculturas todas, su visión personalísima no es igualmente universal? Y ello es posible, ante todo, porque más allá de criterios epidérmicos sobre su producción plástica, hay que reconocer que en el arte de Delarra la obra y la vida están indisolublemente compactados.
Muchas de sus obras sobre cartulina provocan éxtasis ante la magistral superposición de aguadas, transparencias, huellas; insinuaciones que por momentos hacen guiños al arte abstracto, pero evitándolo, para erigirse más bien en estudios del gesto, en proposiciones plásticas que atrapan y buscan dirigir el ojo, para establecer una forma de mirar, de entender, de disfrutar de su arte. Sus dibujos, pinturas y grabados generalmente son fluidos, y construidos mediante un discurso del que también emana una extraña musicalidad que armoniza nuestras sensaciones y deseos. Los trabajos pictográficos de Delarra, cual fino entretejido de gradaciones con leves o fuertes capas de color, o superposiciones, son como oleadas de color que deleitan y provocan reflexión. Sobresaliente forma de crear en la que indudablemente influyeron, además de sus estudios en la Academia de Artes de San Alejandro —donde posteriormente fue director— sus cotidianos ejercicios como copista en el emblemático Museo del Prado, en Madrid.
Este eminente artista, sin dudas —y así habrá que reconocerlo institucionalmente algún día—dejó su impronta plástica como uno de los más grandes creadores en la historia del arte latinoamericano del Siglo XX, y también de entre-milenios. Como pocos, él supo anteponer emociones y  sentimientos sobre las formas, con el propósito de que los espectadores experimentaran  ante sus obras un golpe contundentemente emotivo; unas veces —en sus pictografías— mediante el uso de colores vivos, representativos del Trópico en que vivió,  o el empleo de la disformidad en las figuraciones, o mediante la noble o solemne provocación de sus proyectos escultóricos, sobre todo en las divergentes modulaciones de los volúmenes.
Para él, como para Ernst Gombrich (9), “en realidad el arte no existe: sólo hay artistas”. Y punto. Delarra hizo con su obra  lo que quiso hacer, sabiéndola enjundiosa, sensible y noble, como su propia existencia humana.



Notas:
(1)Estrella Díaz. Entrevista. José Delarra: “Me considero un escultor que pinta”. La Jiribilla, edición digital (www.lajiribilla.cu). Número 481. Año IX. 24 al 30 de julio de 2010. 
(2)Action painting (en español, Pintura de Acción) es una técnica pictórica, así como el nombre del movimiento pictórico que la usa. Surge en el siglo XX dentro de la pintura no figurativa. Intenta expresar mediante el color y la materia del cuadro, sensaciones tales como el movimiento, la velocidad, la energía. Con este nombre se conoce también a la corriente pictórica abstracta de carácter gestual que adoptaron varios miembros de la escuela estadounidense del expresionismo abstracto que utilizan la técnica del action painting. Aunque el término action painting fue utilizado por el crítico Harold Rosenberg en 1952, se había empleado con anterioridad. Así, en el Berlín de 1919, y en América hacia 1929, para designar las primeras composiciones abstractas de Kandinsky.
(3) Pocos años antes de morir, Delarra se mudó a un apartamento en la Calle Kohly, del municipio Playa, donde realizaba, en un pequeño estudio, algunos trabajos o concluía otros de pequeños formatos iniciados en su taller de  la Calle O’ Relly y Villegas en La Habana Vieja, donde hoy trabajan y exhiben sus obras sus hijos Leo e Isis.
(4) Estrella Díaz. Entrevista. José Delarra: “Me considero un escultor que pinta”. La Jiribilla, edición digital (www.lajiribilla.cu). Número 481. Año IX. 24 al 30 de julio de 2010.
(5) Idem
(6) Estrella Díaz. Entrevista. José Delarra: “Me considero un escultor que pinta”. La Jiribilla, edición digital (www.lajiribilla.cu). Número 481. Año IX. 24 al 30 de julio de 2010.
(7) Ídem.
(8) Ídem.
(9)Sir Ernst Hans Josef Gombrich, (Viena, 30 de marzo de 1909 – Londres, 3 de noviembre de 2001) fue un historiador de arte austríaco, que pasó gran parte de su vida en el Reino Unido.