El 26 de agosto del 2003 falleció
en la Habana el pintor y escultor José Ramón de Lázaro Bencomo (Delarra) (San
Antonio de los Baños,1938- La Habana,26 de agosto de 2003).
Prestigioso exponente de las
Artes Plásticas cubanas diseminó su obra monumentaria en varias provincias del
archipiélago cubano como las Plazas de Holguín, Bayamo y Santa Clara y su mano
maestra dejó huellas en Angola, Ecuador, España y México.
Sirvan estas líneas como homenaje
de un entrañable amigo: Wilfredo Díaz
Rosales, pintor y escultor bayamés y en el mío propio.
No hay lágrimas, no señor, para un hombre de ese calibre.
Por
Gloria Guerrero Pereda
La noticia rompió el encanto de
un cielo despejado, partió en dos el aroma del café mañanero y se instaló como
espina en el tiempo de quienes no pueden asistir a un adiós improvisado, de
quienes quieran o no, tendrán que quedarse con la última sonrisa, la última
palabra, el último gesto compartido.
Eran apenas las ocho de una
mañana lúcida, transparentemente implacable que se había llevado quizás en un
instante de descuido a nuestro amigo más querido, un hombre gigante en bondad y
sabiduría, con un humor a prueba de fuego, una sonrisa dulce y unas manos que
convertían el barro en sueños y el
hormigón en fantasías.
Con extraordinaria sensibilidad,
Delarra, logró cambiarse en mucha gente, hizo tomar al arte su verdadero valor
para que su obra se convirtiera en la obra del pueblo: La Plaza de la Patria de
Bayamo, amor de hormigón y acero donde habita con su sentimiento de
rebeldía, la historia de Cuba.
Durante la realización del monumento de la Plaza de la Patria. |
Cinco meses de lluvia y sol, de noches escapadas al sueño, de sustos y contratiempos, de pequeñas victorias ganadas a fuerza de empeño, sólo luz en la plaza que nacía milímetro a milímetro.
Pero ahora eran apenas las ocho de una mañana lúcida, tranparentemente implacable, la mañana del 26 de agosto del 2003 y Delarra se nos había ido.
Levanté el teléfono como quien no tiene otra opción, pero no llegué a marcar número alguno. Muchos estarán consternados en Bayamo-pensé- y en eso, Wilfredo apareció en la puerta de mi casa. Qué hacemos?, me dijo.. le contesté con impotencia: ¡¡llorar¡¡. Pero las lágrimas no salieron. No se llora a un hombre de ese calibre.
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